Las norias de mi pueblo no se comparan ni tantito a las primeras norias que se registran en la Historia de la humanidad desde los tiempos anteriores a los romanos.
Luego hubo otras que parecían más bien la máxima aventura de un juego de niños, pero para adultos. Aparecen en el mapa del mundo durante la Exposición Universal de Chicago en 1893 cuando el ingeniero George Ferris inaugurara su obra maestra. Una “noria” de 80 metros de altura a la que se subieron aproximadamente 40 mil personas antes de que fuera derribada.
Estas primeras norias, a diferencia de las de mi pueblo, muestran una grandiosidad especial. No como las que me gustan: Chicas, silenciosas la mayor parte del día, y muy manuales.
Estas primeras norias, a diferencia de las de mi pueblo, muestran una grandiosidad especial. No como las que me gustan: Chicas, silenciosas la mayor parte del día, y muy manuales.
Les contaré que en ese lugar tan especial donde me crié, y como casi todas las tardes, manejando una camionetita blanca del año (diría mejor del año en que nací), disfrutando del recién estrenado aparato de aire acondicionado que le conseguimos mi papá y yo luego de malabares entre mecánicos y “yonques”, me meto entre la polvareda de algunas calles.
¡Ah! empiezo a descubrir un sinnúmero de norias que se niegan a desaparecer.
Con mi infaltable taza vespertina de fuerte café, me dispongo a disfrutar de uno de mis mayors placers: manejar solita y sin ruidos del exterior. Paro el vehículo para tomar fotos de las norias con mi teléfono móvil. Me atrevo a decir que cada patio o “solar” tiene una. Un par de ellas quizás nacieron en los albores del siglo pasado. Otras lucen colores modernos y muy acicaladitas. Las menos, y a mi pesar, se han convertido en pozos de basura… a otras, sus dueños, les han dado la eutanasia. Estos artefactos muestran una sencillez única; me parecen más bien cándidas y nada espectaculares.
Estos montículos de cemento (no las encontré de madera como las hay en Europa) me conmueven por su silencio. Algunas veces por su gemir. Y sí, no me equivoco en la percepción que tengo de ellas: Su nombre viene de la palabra Na’ura, que significa «la que llora, la que gime».
Hubiese querido meterme a las casas, a los terrenos baldíos a pretender que escuchaba tantas historias que hubiesen podido contarme. Estoy segura que tenían muchas. Desde alegrías, a quizás muchas penas. Me hubieran contado quizás historias de los besos dados por amantes incomprendidos o de esposos felices. También de tragedias. Seguramente hubo una que otra según me contaba una vecina: niños ahogados que se convirtieron en fantasmas aferrados a sus casas queriendo seguir viviendo como los “otros” que se nos desaparecen de la vista pero que sabemos que ahí están esperándonos porque no se quieren ir solos. Unos esperan muchos años sentaditos en la orilla de la noria esperando quizás por reencontrarse con sus mama o con alguno de sus hermanitos. A lo major con su mascota preferida que estoy casi segura sería un perro (Qué haber de perros en los pueblos)...y entre perro te veas..otra fobia que superar.